domingo, 28 de mayo de 2017

Cocina

Hoy voy a hablar de otra de las cosas que me gustan harto, cocinar. Sí, me encanta y lo hago bastante bien (no lo decimos nosotros, lo dice la gente).

Digamos que no soy un instruido, refinado, sofisticado ni elegante chef. Pero a todo lo que preparo, le pongo el ingrediente más importante de un plato, el cariño. Claro, si uno no cocina con dedicación, cariño, cuidado y energía, la comida puede resultar un mix de ingredientes insípido y sin gracia. Lo que llamo el cariño al cocinar, es determinante para el resultado de cualquiera que entre en la cocina.
Aprendí a hacer algunas cosas de chico. Creo que lo primero que aprendí a hacer fue tallarines. Y es lo que más he preparado en mi vida. No necesito registro estadístico para saberlo.

En el colegio, también nos enseñaron a cocinar. Una de las cosas de las que me acuerdo que nos enseñaron fue pizza, incluyendo la masa por supuesto. No me acuerdo de la receta ni la tengo, lamentablemente. (Si alguien de la generación 93’ del Grange la tiene, se lo agradeceré enormemente). También aprendimos a hacer galletas, queques, y no me acuerdo qué más. Tenía un cuaderno con recetas de cocina del colegio, que me encantaría recuperar, pues me acuerdo que todo me quedaba rico.

Durante la enseñanza media y universitaria, fueron pocas las veces que cociné. En realidad, no sabía hacer nada (de memoria) más que tallarines. Nunca olvidaré mi primera incursión con el arroz. Estábamos con un grupo de amigos en Algarrobo; debo haber tenido unos 17 años. Nos ofrecimos para cocinar (o nos turnábamos, no me acuerdo), pero yo dije que haría arroz. Nunca había preparado, pero por lo general todo lo que cocinaba incluso entonces, me quedaba bueno. Y leyendo la receta, no tendría por qué ser difícil. Como éramos varios, calculé que un kilo de arroz sería suficiente (un kilo!!!). Así que, apegado a las instrucciones, puse el arroz sobre aceite y luego, después de los cálculos de agua por tasa de arroz (me di la lata de contar una por una las tasas saliendo de la bolsa de kilo), les puse veinte y siete ( 27, veintisiete) tasas de agua! Obviamente, no llevaba ni la mitad de agua añadida cuando tuve que trasvasijar la comida a otra olla. Era enorme, parecía una marmita. Cuando ya había logrado echar toda el agua requerida, le agregué arvejitas, para que quedara más gourmet aún. Después que se nos acabó la paciencia, y el hambre nos dominaba, decidimos colarlos, en estos coladores metálicos que antiguamente se usaban... la cuestión parecía casco, con unas bolitas verdes y unas semi perforaciones repartidas homogéneamente por toda su superficie. Estaban exquisitos, más aún si consideramos que no les puse sal… todo mal.

Volví a entrar a la cocina en serio cuando me independicé. Fue a los 24 años que me fui a mi primer departamento de soltero, en escuela militar. Era chiquitito, pero tenía una buena cocina.  Y ahí, como vivía solo y nadie se exponía a los resultados, y por una cuestión de economía, empecé a mezclar lo que sabía, con lo que había visto o veía, escuchaba, aprendía o inventaba. Y fui haciendo “inventos”, algunos de ellos ya consagrados dentro de mi oferta gastronómica (como el aclamado pollo al limón).

Y cocinar me resulta muy entretenido. Con buena música, una copa de vino o una cervecita. Vas probando sabores, texturas, mezclas, agregando nuevos ingredientes, metiéndole cosas desconocidas, cambiando el orden de integración de los productos, glaseando, marinando…. Hay un sinnúmero de opciones de cocinar y poner tu estampa en un plato. Al igual que la música, dependerá de cuánto sentimiento le pongas, tu estado de ánimo y tu dedicación. Sabemos, la cocina es un arte.

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